Amigos que se van

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Aaron G. Pinto Perez

Soy Aarón Pinto. Cuando era niño, trataba de hacer amigos, jugar y compartir buenos momentos con ellos. Esto fue fácil, ya que vivía en un lugar con casas de alquiler donde llegaban muchas personas de todas partes de Panamá, así como también extranjeros: colombianos, costarricenses, nicaragüenses, etc.

Los chicos foráneos me relataban sus vivencias. En 2013, conocí a Juan y Luis Ordinola, dos niños costarricenses de siete y ocho años, respectivamente. Eran muy alegres y habían llegado con sus padres a nuestro país para buscar un mejor futuro. Con ellos tuve una amistad muy linda.

De repente se fueron, sin avisar. Dos años después, llegaron otras personas. Esta vez fue un colombiano, un muchacho carismático de catorce años, que vino con su papá. Jugábamos al fútbol todas las tardes. Él era muy reservado, casi no hablaba de su país o de su vida. Aunque compartimos y celebramos algún cumpleaños, nuestra relación no fue muy cercana, ya que estuvo solo unos meses y luego se fue. Esta vez sí hubo ocasión para despedirnos.

En mi escuela, Guillermo Andreve, también conocí a estudiantes extranjeros. En el plantel se escuchaban acentos muy característicos. Tuve compañeros colombianos y dominicanos que, por alguna razón, parecían tener que esforzarse más que los demás para salir adelante, quizá por el simple hecho de ser de otras latitudes.

Entre mis compañeros, sobresalía uno muy alegre, de piel oscura y alto, aunque no se le daban muy bien los estudios y, de vez en cuando, se metía en algunos problemas. Era un excelente jugador de fútbol, que nos llevó a ganar un torneo escolar durante dos años consecutivos. Pero, después de la graduación, no lo volví a ver.

Al inicio de la pandemia del COVID-19, en 2020, hice amistad con el último amigo de la casa de alquiler: un colombiano alegre y trabajador, muy abierto sobre su situación. Me contó que solo había venido a Panamá con su padre; su madre y su hermano se habían quedado en su tierra. Su papá vivía del día a día, y él también trabajaba haciendo mandados y arreglando bicicletas. No podía permitirse comidas especiales o regalos en Navidad, pero se esforzaba y conseguía lo suyo con el sudor de su frente.

Con este muchacho compartí esos largos días de cuarentena, cuando la incertidumbre era el pan de cada día. Pasamos juntos las noches festivas con los demás amigos hasta el amanecer del año 2022, cuando tuvo que regresar a Colombia como castigo, ya que cometió una falta que su padre no dejó pasar y lo envió de vuelta con su madre.

No soy migrante, pero investigando descubrí que mis abuelos vinieron de Jamaica y Colombia. Esto me llena de orgullo por mis raíces y reafirma que Panamá es un crisol de razas. Venimos de muchas partes por diferentes motivos, pero convivimos de forma pacífica y armoniosa.

Estas experiencias me han hecho entender que, cuando eres migrante, no tienes un lugar fijo para vivir; estás en constante movimiento, ya sea por motivos legales o laborales. También han cambiado mi forma de ver a los extranjeros y me han enseñado a empatizar con ellos, ya que llevan una vida muy dura y llena de sacrificios, pero sobre todo, de mucha valentía y resiliencia.

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